
“La lectura de un buen libro es el refugio en el que encontramos compañías, certezas, confirmaciones de nosotros mismos. Les recomiendo la escritura porque todos tenemos algo que decir y necesidad de decirlo. Y si lo sentimos de verdad sabremos decirlo porque como dice Juan Ramón Jiménez el que sabe sentir, sabe decir”, dijo en el final de una concisa conferencia, que fue introducida por su hermano José Antonio Pizarro, con un artículo que publicó este periódico.

El juez riosecano recordó dos “imágenes” que le animaron a refugiarse en la Literatura. “La biblioteca de mi bisabuelo Benito Valencia Castañeda, donde allí escribió, con un castellano limpio y preciso, un libro esencial para esta ciudad, Crónicas de Antaño. La segunda de las imágenes fue la de Justo Garrido, en aquel frondoso jardín de la casa del Corro del Carmen. Allí a la vuelta de sus viajes por el mundo reunía a sus amistades para hablar de las experiencias e impresiones que luego trasladaría en libros como Bajo el cielo de Oriente”, relató.
Para Fernando Pizarro el libro “deja de ser refugio del autor y pasa a serlo del lector”. “Porque lo único que importa es que el escritor y el lector, encontrándose, confundiéndose, compartan esos momentos de sus vidas en los que cada uno, a su manera, buscan un refugio en el que curarse las heridas que les va dejando la vida en su pequeñas y diarias muertes”.
En la conferencia de Pizarro no faltaron las alusiones a las cuatro obras que componen su bibliografía. “Los libros de poesía [Ensayo general y Cuando la noche] fueron ese refugio sombrío en el que uno busca aislarse en silencio y a solas para defenderse de los posos de esa amargura que se siente al comprobar que hemos dedicado nuestros mejores empeños en la lucha por algo que no valía la pena, por una bandera que no era sino un trapo”.
También hizo referencia a su texto sobre la Semana Santa “un breve texto sobre la Semana Santa de Rioseco publicado al alimón con unos magníficos grabados de Jesús Capa”. “En él intenté guardar las imágenes de aquella Semana Santa de mi infancia para salvarlas del olvido y para defenderlas de las agresiones, el ruido y las luminarias”.
Por último, en 2011, vio la luz su última publicación El fulgor de la ceniza. “Ese libro en el que no sé muy bien si utilicé la historia de la ciudad para viajar por mi memoria, o todo lo contrario”. El fulgor de la ceniza proporcionó “una cercanía con la ciudad aunque físicamente estuviera ausente y sentir la seguridad de lo que Benedetti llama lugares de duración, que no son en aquellos en los que se están, sino aquellos a los que se vuelve”.
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