Con ese ritmo tan misterioso para el espectador, pero se supone que calculado por las productoras y distribuidoras, han llegado a las pantallas algunas de las películas que participaron en la SEMINCI de octubre del año pasado. En concreto la Espiga de oro y Premio del público Locas de alegría, de Paolo Virzì y El viajante de Asghar Farhadi, que fue meses después Oscar a la Mejor película de lengua no inglesa, o Una historia de locos de Robert Guédiguian, un habitual y apreciado director del festival. Otras películas de singular interés están en pantallas en este momento: El bar, de Alex de la Iglesia, La cura de bienestar, de Gore Verbiski, Un hombre llamado Ove, Hannes Holm, Zona hostil de Adolfo Martínez, Incierta gloria, de Agustí Villaronga, Rara, de Pepa San Martín o el documental sobre el oso pardo Cantábrico de Joaquín Gutiérrez Acha.

La “locura” del personaje de esa actriz llena de gracia que es Valeria Bruni Tedeschi, nos la presenta como a una aristócrata venida a menos, desinhibida, con delirios de grandeza, de ideas clasistas y una gran obsesión por las celebridades de la vida pública; una persona que ha arruinado, sin ser consciente y sin conciencia, la vida de algunas personas de su entorno: de su familia, de su matrimonio. El personaje que encarna Bruni Tedeschi, es eso: un personaje que se pasea con las mejores galas de la alta –y baja– costura por el gran teatro de las vanidades del mundo, con los jirones de su antiguo carisma y del arte de la manipulación. Su trastorno es consecuencia de que la realidad se obstina en contradecirla. Una delicia. El problema psiquiátrico del personaje de Micaela Ramazzotti es menos “simpático”, más duro, pues su trastorno deriva de un hecho terrible para cualquier madre o un padre –que conoceremos en el transcurso de la película– y del desamor en general. Aquí la película baja algo de tono, se pone seria, pero se sostiene en la verosimilitud.

Comedia amable y drama tamizado por la “locura” de situaciones disparatadas, por un guion vibrante que no da respiro, y por actrices que se “comen” la pantalla. Se divertirán si van a verla. Una película para ir en familia o con los amigos. El cine estaba lleno.

La pareja pertenece a la clase ilustrada iraní: ambos son actores y están ensayando Muerte de un viajante de Arthur Miller, sorteando entre otras cosas a la censura. La autopsia del héroe americano por parte de Miller en su obra es un reflejo en paralelo de la deriva en la que irá entrando el marido tras el ataque sexual a su mujer. Si en principio –en pura lógica– la persona herida, traumatizada, es la mujer, que tiene que sobrellevar e intentar superar lo que le ha sucedido en la intimidad, sin que las autoridades o la justicia tengan nada que aportar en este asunto –tal como hemos vivido en nuestra sociedad hasta no hace mucho tiempo–, poco a poco el fiel de la balanza se irá inclinando hacia un platillo insospechado en principio.
Si en la mujer es el dolor lo que acaba bloqueándola, en el caso del marido es la ira, el deseo irresistible de venganza contra el abusador o violador. Un deseo violento de castigo desatado por una mentalidad que estaba ahí, a pesar del barniz de “occidentalidad”, y sustentado por toda una sociedad que le exige que se comporte como un “hombre”.

Solo la mujer agredida, que es la verdadera víctima, dará muestras de lucidez ante la locura vengativa desatada por su marido. Lo que acabará destruyendo la relación del matrimonio no será principalmente el hecho fortuito, violento y traumático de la agresión, sino la gestión patriarcal, vengativa y machista del suceso.
Una gran película de uno de los directores más importantes del momento que ha aunado la tradición del cine iraní de Kiarostami con las lecciones del cine occidental y que no deja, tampoco, un momento de respiro al espectador.
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