Recuerdo que apenas podía dormir la noche anterior al inicio del curso escolar. Por mi cabeza desfilaban las monjitas de la Caridad, con sus tocas blancas sobrevolando sus cabezas como si fueran gaviotas, dando palmadas para que nos colocásemos en fila y sin alborotar, ardua tarea, pues si en la fila de los chicos las carteras de cuero rígido desequilibraban al más fortachón, en la de las chicas los tirones de pelo producían similar efecto y réplica: «¡que ahí estaba yo, pavisosa! (o «bobalán» para los chicos)» decías al recibir un empujón, pero enseguida escuchabas palabras de apoyo que te animaban a ocupar el último puesto de la fila sin rechistar y esa frase de que «los últimos serán los primeros» que te costaba entender parecía cobrar sentido en esa ocasión.
La noche antes de empezar el cole, en lugar de dormir yo iba repasando mentalmente las niñas que irían a mi clase y lo que habrían crecido. Me aventuraba a pedirme el sitio que ocuparía en clase y quién se sentaría a mi lado, cambiando a lo largo de la noche varias veces de opinión. Concentraba a los profesores seglares, al confesor y a todas las monjas en el patio y procedía imaginariamente a su elección, como hacíamos nosotras en el recreo antes de jugar.
Pasaba la noche en blanco haciendo sumas y restas, ordenando mi abecedario descabalado, ilusionada con aprender y temerosa por haber olvidado lo que creía ya saber. No dejaba de pensar en el colegio en el que aprendíamos a sentir un mismo pesar si fulanita no nos ajuntaba y mostrábamos similar actitud para que nuestro enfado fuera tan pasajero como lo era nuestra atención a las explicaciones del profesorado. Nos entregábamos tal y como éramos, sin vacilar en dar todas las capas de chicle bazoka nuevo o el ya masticado, así como nuestra saliva, remedio instintivo e insistente que nos echábamos en las heridas, que empezaban a sangrar porque suponíamos mejor que el agua oxigenada con que nos desinfectarían en casa si nuestra plegaria era atendida y podíamos evitarnos el alcohol, que nos escocería a rabiar.
Se acercaba la hora de ir al colegio, a ese lugar en el que se compartía el pupitre y el encerado, los restos de bolígrafo en el bolsillo del babi, la ensaimada y los minutos de siesta. Allí donde experimentábamos el mismo nerviosismo cuando teníamos que salir al encerado y atestábamos similares codazos a la compañera para que nos apuntase la lección. ¡Qué tranquilidad cuando sabías lo que te preguntaban y no tenías que añadir que lo tenías en la punta de la lengua! ¡Qué fastidio que no te preguntasen precisamente cuando te sabías la lección de pe a pa!
Al escuchar unos pasos acercándose a mi cama y la voz de mi madre preguntándome que si estoy despierta, como la noche anterior, respondo que no, pero ella no se extraña de mi respuesta y anuncia abriendo el postigo de la ventana que es el primer día de clase, con la alegría que parezco haber perdido yo, cuando el sueño y la incertidumbre se apoderaban de mí. Cierro los ojos cuando me besa y los abro para ver cómo pone encima de una silla el uniforme recién planchado, con su cuello blanco y rígido, al que esta vez no le falta su correspondiente botón, ni a los zapatos el serbus. Primer día de cole, vuelve a decir mi madre, que canturrea para servir, como creo desearían todas las madres, de despertador a sus hijos, insistiendo en que el desayuno ya está preparado y me levanto dando un brinco de recobrada felicidad.
Las canicas, el tocadé, las chapas, las tabas, la goma, el clavo, el escondite… cada generación tiene sus juegos pero ¿compartirá esa inquietud por comenzar el curso, el mismo entusiasmo por la hora del recreo y la misma impaciencia por salir de clase al primer toque de campana?
Pronto empieza el curso escolar «Una, dos y tres, “esconderite” inglés, sin mover las manos ni los pies» .