La dentadura riosecana de Josefina Bonaparte


Ángel Gallego Rubio

Retrato de la emperatriz Josefina en 1808, óleo de François Gerard

Retrato de la reina María Luisa, oleo de Francisco de Goya, 1800

En la primavera de 1808, Napoleón Bonaparte había impuesto en el trono de España a su hermano José, apodado Pepe Botella por el pueblo, tras obligar a abdicar a los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma y retenerlos en Bayona. Allí fueron convocados a una cena en el castillo de Marrac por el Emperador y su esposa, la célebre Josephe Rose  Tascher de la Pagerie, más conocida como Josefina.

Josefina, famosa por su elegancia, ocultaba un gran drama, nada raro en aquella época: los pocos dientes que se atisbaban entre sus labios perfectos estaban negros, podridos, enfermos. Vamos, que tenía la boca como un tarro de colillas. Además, los dolores que sufría la hacían ser una auténtica adicta al consumo de opio, sustancia que la aliviaba y, suponemos, la pondría bastante contenta.

María Luisa en cambio, aunque ya era mayor y no muy agraciada como mostró Goya en sus retratos, exhibía con orgullo una blanca fila de dientes admiración y envidia de cuantas cortesanas la trataban. La Emperatriz francesa, también maravillada, no sospechó que eran postizos hasta que, al inicio de la cena, la reina de España -en repugnante y poco educado ademán- sacó la dentadura de su boca y la dejó sobre la mesa. Aquel artefacto sólo podía usarse para presumir y no para masticar pues, como casi todos los inventos innovadores, no estaba perfeccionado y sus goznes eran demasiado rígidos.

Supongo comprada en París vuestra dentadura de porcelana de Sèvres, comentó, chauvinista, Napoleón…
No señor, me la hizo un español, respondió, arrogante, María Luisa.

Josefina, viendo cerca la solución a su gran problema, se interesó por el artífice del ingenio. Se trataba, según refirió la monarca española, de una familia de Medina de Rioseco, la de Antonio de Saelices, artesanos que fabricaban los dientes en porcelana con rara perfección en las piezas. De forma casi inmediata envió a una de sus damas de confianza a Madrid con el mandato de que José Bonaparte ordenara localizar al artesano y lo enviara a Francia.

Lasalle en espera de las órdenes del Mariscal Bessières durante la batalla en Medina de Rioseco, lámina de A. Telenic

Pero llegaron tarde. La esposa de Napoleón recordaría, sin duda, el 14 de julio de 1808 en cada comida y cada vez que abriera la boca ante el espejo. En aquella fecha las tropas francesas del mariscal Jean-Baptiste Bessières vencen a las españolas mandadas por los generales Cuesta y Blake. El general Antoine Lasalle lanza dos cargas de caballería al frente de los dragones franceses en el teso del Moclín tras lo cual saquea Rioseco de forma cruel y despiadada y masacra a la población indefensa. La matanza es terrible.

Un coronel francés, de nombre Raderé, llega ese mismo día desde Madrid al cuartel general de Bessières con una nota que dice: “Antonio Saelices e hijos. Medina de Rioseco”. Entre los restos de la batalla busca desesperadamente cumplir el encargo encomendado. Es en vano. Antonio de Saelices está muerto. Su mujer, muerta. Sus cuatro hijos, las esposas de éstos, sus nietos, sus empleados. Todos muertos. Los soldados franceses no les dejaron salir del taller cuando era pasto de las llamas. La pobre Josefina se quedó sin su soñada dentadura riosecana.

Pero, ¿existió en verdad aquel Antonio de Saelices o Sahelices? Y si fue real, ¿Era de Rioseco o, como su apellido parece indicar, de la cercana localidad de Sahelices de Mayorga?

Los datos históricos de aquellas fechas infaustas no aportan luz. La historia de la odontología sí dice que, en esa época, los franceses Duchateau y Chemant y el italiano Fonzi fueron los pioneros en las prótesis dentales y que este último trabajó en la corte de Napoleón. Así que, con seguridad, la de la dentadura de Josefina sea una más de las leyendas alimentadas por el imaginario de los riosecanos. Una leyenda que recogieron dos conocidos escritores: el afamado psiquiatra, con lazos familiares en Rioseco, Juan Antonio Vallejo Nájera en su libro sobre José Bonaparte ‘Yo, el Rey’ y Carmen Posadas en su novela ‘La cinta roja’.

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