La mirada azul. Antonio tenía esa forma de observar que lo decía todo. De pocas palabras y de profundas convicciones. Era humilde, discreto, infatigable y con un sentido del deber a prueba de desafíos. El compañero que todos querían al lado y la persona que se desvivía por los suyos. De los que nunca piden y siempre dan mucho más.
Era prudente, amable, divertido y cascarrabias. A veces era el gruñón que se hacía querer. A la vista saltaba que era bajito pero también bien plantado. Que se lo pregunten a Pili, su esposa, que tardó segundos en descubrir que aquel joven al que enamoró por carta, era un tipo noble, con un corazón de los que seduce en silencio.
Castellano recio, de la muy leal Medina de Rioseco, la posguerra le arrancó de la escuela para llevarle a cuidar cochinos, con apenas ocho años. Se educó con el hambre, la generosidad y la solidaridad en una familia de seis hermanos. No hay colegio que enseñe lo que cuesta crecer con el estómago vacío, con sabañones en las manos y con el futuro del revés.
Antonio vivió tiempos difíciles. Hizo la maleta y tomó un tren hacia Alemania. Era un emigrante orgulloso de su origen y su destino. De esa generación más lista que el hambre.
Armado con su calibre midió los tornillos, tuercas y rodamientos de un país respetuoso y agradecido. Siempre tuvo gratos recuerdos de aquella época austera. Dicen que cantaba por Antonio Molina en sus años mozos y que hasta formaba corro cuando entonaba. También presumía de Puskas, Di Stefano, Rial, Kopa y Gento. «¡Eso era una delantera y no los ‘tuercebotas’ de ahí abajo!», soltaba algunos domingos en el Bernabéu, en la grada, donde en tardes de gloria se encendía un farias y regalaba un abrazo a su Toñín y a su Maripili. Porque el señor Antonio exteriorizaba su afecto con cuentagotas, aunque todos sabíamos que por dentro era un caudal de cariño.
La salud le fue esquiva la mitad de su vida, pero un padre como él podía con todo. Un cáncer de garganta amenazó su voz a los 40. Y después convivió con otro de pulmón, uno de colon y otro de páncreas. El corazón averiado, a juego con la tensión, la diabetes y un rosario de males que curaba su mujer rezando a San Antonio. Pensábamos que era inmortal. Luego vino el alzheimer. La memoria en blanco y la sonrisa por idioma…
Su fragilidad de pajarillo era engañosa. Su fortaleza venía del cielo, de ese ángel de la guarda que fue su mujer, esa bendición que siempre estuvo a su lado, quien le cuidaba y veneraba todos los días… todos los días sin excepción durante los años más largos,tristes y dolorosos.
Antonio se despidió el pasado 9 de noviembre, por la noche, mientras dormía. Apagó su mirada azul y dejó el legado de sus virtudes. Desde entonces nos aferramos al recuerdo eterno de un hombre bueno.
Antonio Lorenzo García murió el 9 de noviembre de 2016, a los 85 años.