Alguien hace una fotografía y un instante de la vida se paraliza. Sin embargo, al igual que pasa con un cuadro o una escultura, más allá de ser algo muerto, en su interior late un secreto corazón que es aquello que siempre esa fotografía, única e irrepetible, va a querer contar a todas las miradas que se acerquen a ella.
En la imagen que nos ocupa, el veterano riosecano José Santamaría observa a una joven mujer hacer una fotografía. En su mirada se descubre una mezcla de asombro, admiración y curiosidad. Asombro y admiración ante lo insólito de una pequeña máquina que captura y congela los momentos de la vida en una diminuta pantalla. Curiosidad por saber cuál es el objeto de la foto, que sólo él y la joven mujer conocen en una especie de pacto secreto y silencioso, y que nosotros, los espectadores, nunca conoceremos.
Es la misma curiosidad que alienta a una persona a ver una película, a abrir un libro, a observar un cuadro o a mirar una fotografía. Es la curiosidad por conocer, la misma curiosidad que hizo que este hombre conociese al dedillo la historia y el arte de su pueblo natal como primer guía turístico que tuvo la Ciudad de los Almirantes hace ya decenas de años. Seguro que entonces ya sentiría ese mismo asombro y curiosidad con las cámaras de carrete de entonces, eso sí lejos de miradas curiosas.
Todas las miradas tienen algo de admiración. Admiración de la cariñosa mirada del objetivo de José Ignacio Santamaría sobre su padre que se une a la de éste y la mujer sobre la pequeña pantalla de la maquina y a la de todos nosotros sobre ellos en ese constante y apasionante diálogo de la vida de mirar y ser mirados.