El solemne traslado de la Virgen Marinera, en 1690


Teresa Casquete

No hace muchas fechas, nuestro amigo y colaborador Ángel Gallego, nos ilustraba desde su apartado “Leyendas y Curiosidades”, con un interesante relato sobre la aparición milagrosa de la Virgen del Rosario o Virgen Marinera.

Hoy en el nuestro, nos ocuparemos de relatar cómo fue la procesión extraordinaria que se realizó para entronizar esta imagen en el altar mayor de la iglesia de Santo Domingo. Y acompañaremos dicho texto con una fotografía de la Virgen Marinera, realizada a finales de los años 30.

En 1546 llegaba a este convento situado junto a la puerta de San Juan, la bella imagen de la Virgen del Rosario, donada por fray Tomás de Berlanga. Tal y como cuenta la crónica recogida en 1740 por el jesuita Juan de Villafañe, dicha imagen quedó colocada en la primera capilla de la derecha, tal y donde la vemos hoy. Y fue este su sitio temporal, por no estar terminada entonces la capilla mayor del templo. Al poco tiempo de su llegada a Medina de Rioseco, corrió la voz entre los habitantes de la ciudad sobre la aparición milagrosa de esta Virgen y fueron cientos los que acudieron a pedirle favores. Hasta tal punto llegó su devoción que los dominicos tuvieron que adecentar la capilla vecina como anexo para poder colocar todos los exvotos que los riosecanos querían que estuvieran cercanos a la Virgen Marinera. En opinión de Villafañe, fueron muy numerosas las curaciones de enfermos, así como otros milagros, entre los que se contaba, en el siglo XVIII, el de cambiar el semblante de la imagen a lo largo del año, especialmente en Semana Santa.

En 1690 se había terminado cabecera y retablo principal dorado en dicha iglesia, por lo que se decidió realizar una procesión extraordinaria para conmemorar este momento y colocar solemnemente a la Virgen del Rosario en su nuevo trono. Al quedar vacía, pues, la capilla ocupada hasta entonces por esta escultura, fue adjudicada a otra imagen de San Vicente Ferrer.

La cofradía titular se ocupó de todos los gastos, así como de adornar calles y balcones con colgaduras y guirnaldas de flores. El desfile estuvo acompañado por el resto de las cofradías y hermandades, con sus insignias e imágenes titulares, desfilando en la misma disposición que lo hacían el día del Corpus (Santa Teresa, San Juan de la Cruz, el Santísimo Sacramento de Santa María, de Santiago, de Santa Cruz, San Crispín y San Crispiano, la Trinidad, San Roque, San Juan, Castilviejo…).

La procesión salió de la iglesia de los Dominicos, entrando en la La Rúa, por la Puerta de San Juan, portando la imagen de la Virgen Marinera a hombros de sus cofrades, sobre las andas de plata que aún hoy se conservan. En el recorrido se colocaron tres arcos triunfales, el primero en el mismo corro de Santo Domingo, otro a la entrada de la Plaza Mayor, lugar que entonces era conocido entre los riosecanos con el curioso nombre de “Los cinco postes” y el tercero a la entrada de la calle de Los Lienzos.

Acompañaron dicho cortejo las autoridades civiles, que presentaron los obligados respetos a la Virgen Marinera, y se contó con la presencia del Obispo de Zamora, el dominico fray Antonio de Vergara, que pronunció un solemne sermón desde el altar montado en la misma Plaza Mayor. Al parecer y según cuenta esta crónica del jesuita Villafañe, fueron cientos los riosecanos que acompañaron con velas y hachones a la santa imagen en todo su recorrido.

El regreso al templo se realizó siguiendo la misma ruta que a la ida, quedando entonces colocada la imagen de la Virgen del Rosario en el nuevo altar mayor, presidiendo la iglesia conventual. Su fiesta quedó fijada en el último día de la Pascua de Resurrección, con el título de “La Aparición de la Santa Imagen”, aunque los riosecanos siguieron yendo a visitar a la Virgen del Rosario a diario y acudiendo a su procesión anual.

Las desamortizaciones decimonónicas, se llevaron por delante convento dominicano, retablo, archivo conventual y demás enseres, así como todas las tradiciones. Por suerte la imagen de la Virgen del Rosario aún sigue en su ciudad y en su templo, ocupando la primitiva capilla que tuvo a su llegada, sin la atracción milagrosa de siglos pasados, pero con el cuidado y la atención de su cofradía titular, que quizá algún día decida volver a sacarla en procesión.

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