El reloj de figuras y otras desapariciones (I)


Teresa Casquete Rodríguez

Resulta curioso que el Rincón de Unamuno, uno de los espacios más reproducidos en postales, fotografías, acuarelas, dibujos y óleos, a la vez que más apreciado por los riosecanos, fuera uno de los primeros en desaparecer bajo la piqueta de la modernidad paletil que asoló y sigue asolando hoy aún, las poblaciones de Tierra de Campos. Mientras que en el resto de países europeos se cuidan con mimo y con drásticas leyes las construcciones populares, las viviendas de bellos entramados de madera, las casonas blasonadas, las antiguas fachadas pétreas, las bellas balconadas de hierro forjado, convirtiéndolas en codiciados, elitistas y carísimos lugares de residencia. Mientras eso ocurre en otras partes, en Medina de Rioseco se las trata con el desprecio más absoluto. Se derriban soportales con quinientos años de historia y viviendas que alojaron a importantes personajes, se demuelen casas solariegas y se suplantan, en el mejor de los casos, por pastiches que pretenden ser “restauraciones”, y en el peor, por horrendos bloques de viviendas que destruyen historia y estética de un plumazo. Y todo esto en una ciudad que dice querer vivir del turismo…

Pero no vamos a hablar hoy de modernas desapariciones, sino de otras más antiguas de las que apenas tenemos más que unos escuetos datos sacados de archivos históricos. La más lejana en el tiempo es la iglesia de San Nicolás. Ni conocemos su emplazamiento ni su imagen, tan sólo sabemos de ella que existía en el año 1137 y que el rey Alfonso VII se la donó entonces al obispo de Palencia. Por aquel entonces Rioseco apenas era una pequeña población que acababa en la Ronda de San Roque y de Ropavieja, que como sus nombres indican (ronda) era  por donde pasaba la primera muralla que tuvo nuestra ciudad.

Junto a este templo existía otro construido en la misma época y también desaparecido, el de San Miguel. No guardamos de él más que un infantil dibujo realizado por Ventura García Escobar y unos sillares adornados con curiosos relieves, que sirvieron durante el siglo XIX de patas para los bancos del Paseo y que en el siglo pasado se llevaron al Museo del Arco de Ajújar, donde hoy duermen el sueño de los justos. Algunos de estos sillares se colocaron al aire libre en el Parque de la Dársena en los 80, de donde desaparecieron “milagrosamente”, mientras que otros (una dovela ajedrezada y un peldaño de escalera de caracol) aparecieron al restaurar la Plaza de Toros a principios de este siglo y se esfumaron con la misma rapidez con la que vieron de nuevo la luz, sin que nadie pueda (o quiera) dar explicaciones de su actual paradero.

En la fotografía del reportaje de hoy, podemos ver un ejemplo de ese uso como apoyo que tuvo en el Parque del Duque de Osuna, un par de capiteles de clara factura románica sostienen uno de los asientos del paseo.

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