El lagarto de la iglesia de Santa María: entre la fábula y el exvoto


Por Ángel Gallego Rubio

La piel del cocodrilo en la cancela de la iglesia de Santa María.

Santa María de Mediavilla es la principal de las iglesias de Medina de Rioseco. Sita en la parte más alta de la ciudad, comenzó a construirse a finales del siglo XV. De estilo gótico tardío, con añadidos renacentistas y barrocos como la torre, en su interior destacan la impresionante Capilla de los Benavente, con retablo de Juan de Juni y reja de Francisco Martínez; el coro, con reja de Cristóbal de Andino y sillería barroca procedentes del convento de San Francisco o el bello retablo mayor obra de Esteban Jordán.

Y, entre el derroche de arte que nos ofrece el templo dedicado a la Asunción de la Virgen María, encontramos un curioso elemento que parece estar fuera de lugar: un viejo pellejo de caimán que cuelga del cancel de madera de la entrada.

Cuentan que cuando se estaba construyendo la iglesia, los obreros encontraban cada día toda su faena de la jornada anterior destruida. No se sabía quién era el responsable de aquellas fechorías hasta que se descubrió al monstruo. Era un enorme cocodrilo que atemorizó a todos los que le vieron. Otra versión de la leyenda dice que el reptil habitaba en el río Sequillo causando grandes estragos en personas y ganado por las cuestas del páramo de don Lázaro, en el paraje de Lera, donde estaba la Virgen de los Pastores. Nadie se atrevía a enfrentarse con la fiera, así que reunido el concejo decidió, ante la falta de corajudos voluntarios, conceder el indulto a un preso que había sido condenado a muerte si acababa con el cocodrilo. El reo así lo hizo valiéndose de una ingeniosa idea que salvó su cuello de lucir como corbata la áspera soga de la horca: se disfrazó con un traje de espejos, lo que hizo que el animal al verse reflejado en su oponente quedara atónito, -no sabemos si absorto con su belleza o asustado de su propia fiereza-, momento que aprovechó el condenado para propinarle, valga el símil taurino, una certera estocada que hizo rodar sin puntilla a la bestia.

Todavía la imaginación popular alimentó más la leyenda al pretender reconocer al villano, convertido ya en héroe, y a un niño salvado de las fauces del temible saurio retratados en un cuadro que desde el siglo XVIII existe junto al órgano barroco de la iglesia.

Pero en realidad, el cocodrilo no estuvo nunca vivo en Rioseco, ni el caballero del retrato lo mató, ni estuvo preso y mucho menos condenado a la pena capital, ni el niño que le acompaña corrió peligro por la ferocidad del reptil; pues en la parte inferior del citado óleo podemos leer: “Berdadero retrato de Dn Manuel Milan hijo de la Ciudad de Medina de Rioseco en el Reyno [de] España que falleció en la ciudad de la Puebla de los Angeles de Edad de 41 años, a 11 de julio de 1757 a las 3 de la mañana y de su sobrino Dn Phelix Baquero Milán.”

Óleo en el que se representa al riosecano Manuel Millán.

Lo que sí es cierto es que fue aquel Manuel Milán, riosecano que marchó a América en busca de una fortuna que encontró llegando a ser alcalde de la mejicana Puebla, quien donó la piel del gran caimán, -que al parecer, según expertos, tenía más de 100 años y procedía de los terrenos pantanosos del Golfo de Méjico- como un exótico regalo a la iglesia de su patria chica para la que ya su familia había sufragado diversas obras y donativos. Y parece ser que aquel niño, Félix, hijo de una hermana suya casada con un supuesto hidalgo de Valdenebro fue quien la envió a Rioseco legándola en su testamento a la iglesia y a la cofradía de la Soledad, de la que era cofrade, junto con varias arquetas de plata y carey, un cáliz y el retrato que les había pintado el artista azteca Miguel Castillo. El legado arribó a España en el galeón de Veracruz, a través de la Casa de Contratación de Sevilla, no sin avatares, pues la parroquia tuvo que reclamar a este organismo unas lámparas y unas vinajeras de plata que no habían llegado, seguramente por haber cambiado su destino algún avispado funcionario de la época hacia sus propias arcas.

No es este el único cocodrilo o caimán que podemos contemplar en un recinto sagrado. Los encontramos, entre otros lugares, en la colegiata de Berlanga en Soria, la iglesia de Santiago del municipio salmantino de Santiago de la Puebla, la ermita de Sonsoles en Ávila, San Ildefonso en Jaén, la madrileña San Ginés, la del Patriarca en Valencia, la ermita de las Angustias de Icod de los vinos en Tenerife, el Viso del Marqués en Ciudad Real, el Santuario de la Virgen de Consolación de Utrera y la mismísima catedral de Sevilla. También otro tipo de reptiles como la boa de la ermita de la Virgen del Camino en Zamora. Todos con su leyenda a cuestas que, curiosamente, en muchos casos coincide con la riosecana del preso y su traje de espejos y, en realidad, ofrecidos como donativos o exvotos por diversos indianos que desde tierras lejanas pretendían así honrar a las iglesias de sus localidades natales o a las imágenes de su devoción.

Más no acaban aquí las peripecias de la piel de nuestro lagarto, pues tras más de 300 años atemorizando con su simple presencia a varias generaciones de pequeños riosecanos, acabó endulzando su paladar gracias al ingenio de un comerciante que hizo reaparecer recientemente los ‘auténticos cocodrilos del Sequillo’ convertidos en piruletas de caramelo y como motivo decorativo de dedales, llaveros y demás recuerdos turísticos.

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