
Por eso, o por otras razones en las que no vamos a entrar, al construirse los cementerios, en el siglo XIX, había en todos ellos un espacio tapiado donde recibían sepultura aquellos que se consideraba no habían muerto en gracia de Dios: suicidas, ateos, incluso los niños no bautizados… Un espacio que también existía en el cementerio riosecano. En los años 30 se derribaron las tapias, pero tras la guerra civil se volvieron a diferenciar las zonas de sepultura.
Quizá fuese por entonces cuando se rotuló, sobre el arco de la puerta principal de acceso a la capilla del camposanto, el título que llama la atención en la fotografía: Cementerio Católico.
Cuatro décadas después (la imagen es de los años 70) ya no hay rótulo. La Democracia constitucional volvió a igualar a todos, o no, ante la Parca y al restaurarse la capilla se eliminó el letrero de su fachada.
Esa fachada sobre la que la sombra del ciprés se proyecta majestuosa, apuntando a la espadaña, señalando esa campana que a todos nos llamará algún día con su lúgubre tañido onomatopéyico: “ven p’acá, ven p’acá…”.
Y “p’allá” iremos, sin remisión, a encontrarnos definitivamente con esos trozos de nuestras almas que a todos nos arrancaron y duermen entre esas tapias. Y a esperar, los católicos, la resurrección.
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