De increíbles apariciones de Monjas y Almirantes

Una leyenda atribuye a las apariciones de monjas del riosecano convento Santa Clara la fundación del cenobio madrileño de San Pascual por el X Almirante

Por Ángel Gallego Rubio

El padre Oterino en su artículo Juan Gaspar Enríquez y sus ‘Reglas para torear’ publicado en La Voz de Rioseco nos contaba parte de la vida y milagros del X Almirante de Castilla y VI Duque de Medina de Rioseco. Un personaje que tuvo poca relación con la ciudad que adornaba su ducado pues tenía su domicilio establecido en la Corte real, ya asentada definitivamente en el Madrid de aquellos finales del siglo XVII donde había nacido en 1625. Disponía, además de sus casas principales en la plaza de las Descalzas, de un suntuoso palacio de recreo, con unos espectaculares jardines e incluso teatro propio, al inicio del actual Paseo de Recoletos de la Villa y Corte, donde hoy existe una calle llamada, precisamente, del Almirante, muy cerquita de la plaza de la Cibeles.

En este palacio, una noche de 1683 mientras se disponía a acostarse, vio aparecer en sus habitaciones, sin previo aviso, a varias religiosas franciscanas de la clausura del riosecano convento de Santa Clara, que había auspiciado su familia. Igual que habían llegado, las monjas se fueron sin decir nada. Las apariciones continuaron durante bastante tiempo en sus sueños y en varias estancias de la casa. El Almirante, que no debía de tener la conciencia demasiado tranquila, entendió que lo que las espectrales monjas pretendían era que se usara parte del palacio para fundar y patrocinar un nuevo convento de la orden. Y así lo mandó hacer bajo la advocación de la Inmaculada y de San Pascual. Con las desamortizaciones del siglo XIX se transformó en almacén de madera; pero en 1852 el duque de Medina de Rioseco y de Osuna, descendiente del fundador, lo reclamó como propiedad suya para que regresaran las monjas. En 1861 fue derribado el convento antiguo y a finales del siglo se construyó el actual con planos de Juan Urquijo

D. Juan Gaspar tenía, además de los toros, el arte y la poesía, otra afición: las mujeres; las suyas y las de los demás, pues varios de sus hijos reconocidos los engendró fuera de sus matrimonios. Tras la muerte en 1681 de su primera esposa, Elvira Álvarez de Toledo, contrajo segundas nupcias con Leonor de Rojas, bastante más joven que él, llamativa y de moral un tanto distraída, por decir de manera fina que era un poquito pendón. Así que el Almirante tomó una buena dosis de su propia medicina de infidelidad, no sin que le llevaran por ello los demonios e intentara atajarlo de no muy buenas formas.

Cuentan que durante la Cuaresma de 1691 dos condes, que se sabía galanteaban a la dama, recibieron una monumental paliza por parte de cuatro desconocidos junto al palacio del Almirante. Esa misma noche se celebraba un sarao y doña Leonor, sospechando que su marido estaba detrás del apaleamiento, hizo gala de un descarado coqueteo con alguno de los invitados en las mismas barbas de D. Juan Gaspar que, ya anciano y artrítico, contemplaba el espectáculo postrado en su sillón. Lleno de ira al no poder levantarse para darles el mismo tratamiento que a los condes, dicen que murió del berrinche a los pocos días. La llegada del verano añadió a la viuda más acaloramientos que los que ya tenía internamente, así que la dama se alivió el luto en menos de tres meses. Encargó a su modista vestidos más ceñidos y con los escotes unos centímetros por debajo de lo que el decoro aconsejaba y volvió a sus devaneos.

Hasta que una noche unos gritos horripilantes procedentes de las habitaciones de la dama despertaron a los criados, que acudieron raudos, encontrando a su señora medio desfallecida y ensangrentada. Entre llantos, les contó como de la nada había aparecido el difunto Almirante y con su espada la había marcado cada uno de sus pechos a la vez que profería terribles insultos. La servidumbre comprobó que todo estaba cerrado y no había indicios que indicaran que alguien había entrado en el dormitorio. Las heridas curaron, pero las cicatrices impidieron que doña Leonor pudiese volver a lucir en público aquella zona de su anatomía. No se sabe si por eso o por el susto, se volvió recatada tanto en su vestuario como en sus relaciones con los hombres. Aunque hasta su muerte aseguró que, algunas noches, el fantasma del almirante la visitaba para llamarla cosas que no se pueden reproducir sin caer en la grosería.

En el palacio donde sucedieron estas leyendas D. Juan Gaspar, grandísimo aficionado al arte y mecenas de diversos pintores, atesoraba una impresionante colección de más de mil piezas de pintura y escultura de los artistas más prestigiosos, como Tiziano, Rafael, Rubens, Tintoretto o Ribera, que tenía la singularidad de estar ordenada con criterios museísticos, y que se conoce por el inventario que redactó el pintor Claudio Coello a la muerte del Almirante en 1691. Quizás alguna de esas obras formaran parte de las “alajas, pinturas, hornamentos, libros y demás cosas” que su hijo D. Juan Tomás, el último almirante, declaró el 30 de mayo de 1701 que tanto él como su padre habían donado al riosecano Monasterio de Valdescopezo, siendo lo más importante de lo relacionado el lote de 140 pinturas que se repartieron por la iglesia, capillas y claustros del cenobio franciscano y que, como tantas cosas, desaparecieron con el convento.

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