Cuentan que en el año 1602, acababa la primavera con tal ausencia de lluvias que la cosecha peligraba de forma alarmante y, por tanto, toda la economía de Medina de Rioseco y comarca. Para intentar poner remedio a la catástrofe que se avecinaba, como era acostumbrado, se trasladó la Virgen de Castilviejo a la iglesia de Santa María para celebrar un novenario. Y, como es también costumbre, vino además a Rioseco la imagen del Cristo, pues a temprana hora del sábado 8 de junio, había de celebrarse por las calles riosecanas la procesión rogativa con las dos sagradas efigies.
Nada más salir de la iglesia, como a las 6 de la mañana, a Luisa de Castroverde, esposa de un tal Aguirre que era sastre y vivía en la calle de Santa María, le pareció que el Crucificado estaba cubierto de gotas. La mujer avisó a unos hermanos del Trabajo, y éstos al sacristán mayor, que no lo creyó y los despidió con cajas destempladas. Pero a eso de mediodía, a punto de concluir la procesión, un rumor se había extendido por todo Rioseco: el Cristo sudaba.
Ante la extraordinaria noticia la gente se aglomeró a las puertas de la iglesia, que hubo que cerrar no permitiéndose más que la entrada de las personas con autoridad para realizar las pertinentes observaciones que pudieran explicar el suceso. Bajaron el Cristo del presbiterio a la capilla de los Benavente, y cuentan que al entrar en esta, con el nerviosismo del momento, golpearon la cruz con la reja sin que cayese al suelo ninguna gota. Algunos de los que se mostraban incrédulos quedaron convencidos hasta el punto de no atreverse a tocar la imagen. Los más decididos, enjugaron reverentemente con unos corporales el sudor, que apenas se limpiaba, aparecía de nuevo.
Se decidió entonces anunciar el portento con un jubiloso repicar de campanas y se notificó al Tribunal Eclesiástico de Palencia. El Ordinario de la Diócesis ordenó abrir un proceso de comprobación por si lo que se suponía cosa divina no provendría alguna artimaña humana bien o malintencionada. Para ello designó como instructor al arcediano del Alcor,
Comparecieron varios testigos. Algunos refirieron incluso el número de gotas y las partes del cuerpo donde manaban, pero no todos coincidieron en ello ni en el tiempo que duró, pues unos dijeron que dos horas, otros que hasta las once de la noche, y algunos que hasta la mañana del día siguiente. Un devoto relató que, viendo pasar la procesión por la calle Mediana, le había parecido que el Cristo tenía la barba muy enmarañada y alzada la cabeza. Otro contó que había notado cómo el rostro de Jesús parecía otro pues mostraba gran tristeza y congoja. También hubo quien refirió que una mujer había arrojado desde un balcón “agua de ángeles” -perfumada con aroma de flores- sobre las tallas.
Como última pesquisa contra un posible engaño, se ordenó al escultor Mateo Enríquez que hiciera una serie de catas en la talla para comprobar que dentro de ella no había ninguna sustancia que hubiera salido al exterior. Se hicieron tres pruebas: una ante el juez eclesiástico, otra a instancia del Regimiento de la entonces villa, y la última con intervención del corregidor, dando fe de los hechos cuatro escribanos por separado. En todas ellas se determinó que la imagen era de madera de peral, sólida y maciza, evidenciándose que en su interior no se pudo depositar nada.
Tras una amplia y solemne discusión en la que el fiscal eclesiástico o abogado del diablo se opuso, cumpliendo su deber, a la proclamación del milagro, mientras el letrado del Regimiento sostuvo que el caso debía declararse como tal; el 21 de agosto se dictó sentencia, y en ella se decía que “…El dicho caso debe tenerse por milagro que Nuestro Señor Jesucristo fue servido de hacer y obrar en su sancta imagen y figura para bien de los fieles cristianos…”.
Desde entonces y durante siglos, se celebró anualmente, la llamada Fiesta del Sudario, sobrenombre con el que también se denominó al Cristo. Era el lunes inmediato al domingo de la infraoctava del Corpus, con Misa Solemne cantada ante el Altar del Cristo de la Ermita y la noche de la víspera repicaban las campanas de las tres parroquias riosecanas, a la par que con fuegos de artificio y otras muestras festivas se intentaba mantener viva la memoria del prodigio. No perduró esa fiesta pero sí se cumplió otro de los mandatos de la sentencia: que se guardasen los corporales con que se limpió el sudor de la Imagen y se custodiasen con gran veneración. A tal fin se confeccionó un relicario que durante mucho tiempo estuvo ubicado en el altar de San Juan de la Iglesia de Santa María y cuyas llaves guardaba el párroco. En la actualidad, tras pasar por el museo parroquial, el relicario, de madera policromada, puede contemplarse en el Museo de San Francisco. [Imagen de en medio].