
El guionista, Edmund H. North, hizo una libre y preciosa adaptación del estupendo relato, El amo ha muerto, del escritor Harry Bates.
Casi toda la acción del cuento se sitúa en el interior de un inmenso laboratorio, en un futuro, no demasiado lejano, en el que el Sistema Solar ha sido prácticamente colonizado. Allí permanece, con inalterable apariencia, un imponente robot, venido –acompañando a su supuesto amo, el embajador Klaatu, quien ha sido asesinado por un loco visionario– desde un remoto lugar de un tiempo insospechado.
Un fotógrafo investiga las andanzas nocturnas del robot, tratando de resucitar a su malogrado compañero revirtiendo el proceso desde la grabación de su voz hasta la creación del cuerpo y del alma del que la ha emitido.
El final es totalmente inesperado, y supone una alteración de las jerarquías biológicas y sociales. A una última petición de nuestro fotógrafo para cuando resucite su dueño el majestuoso robot le confiesa: “No has comprendido nada. Yo soy el amo”.
La película de Wise –creo que muchos de los lectores habrán tenido la oportunidad de ver en algún ciclo cinematográfico de TV o en vídeo la peripecia del alienígena Klaatu, llegado a nuestro planeta en misión de buena voluntad, que es agredido por nerviosos e ignorantes militares– muestra bastantes diferencias con el relato en el que se basa.

En Ultimátum a la Tierra las referencias religiosas cristianas –y al propio Jesucristo– son muy evidentes: el protagonista extraterrestre reclama la paz entre los hombres para que continúe la armonía en el universo. El cosmonauta, que ha llegado del cielo, toma un traje, al escaparse del hospital en el que se recupera de sus heridas, cuyo dueño se apellida Carpenter –carpintero– y adopta para sí este nombre. Y, lo más explícito: nuestro visitante es tiroteado y muere para, posteriormente, resucitar y proclamar la paz universal levantando de nuevo el vuelo hacia las alturas.
Por otra parte, tras su inquietante inicio con la visita del alienígena y de su indestructible robot con propiedades aparentemente divinas, se advierte, utilizando un argumento y una estética expresionista propios del cine negro, una denuncia al temor irracional de la sociedad americana de mediados del siglo XX por las invasiones comunistas.
Las propuestas ideológicas de la película no coincidían con la de las de las películas de ciencia ficción al uso en su tiempo, donde los extraterrestres eran malvados y siempre estaban dispuestos a invadir el planeta Tierra y a esclavizar a sus habitantes: destruir el modo de vida americano del momento, en claras referencias a invasiones comunistas –guerra fría– tanto desde el exterior del país, con desembarcos masivos y bombas nucleares, como desde su interior, a través de activistas izquierdistas. Sin duda –y no es poco para la época–, la película se acoge al fundamento político más democrático: la libertad e igualdad de todos los hombres.
En este film tan especial, el verdadero destructor de la sociedad establecida, del mundo civilizado, no es el ser extraño –el extranjero–, sino nosotros mismos –la paranoica sociedad estadounidense de los años cincuenta– con nuestra peligrosa tecnología y con los obsesivos temores a todo lo distinto.
La crítica a la xenofobia está servida en esta muestra de buen cine de ciencia ficción enfundado en una precisa estética del género negro.
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