La Chevrolet de 1926 como nueva en manos de Lobato


J.A.G. Fotografías de Fernando Fradejas

Nos encontramos por casualidad con Ángel Lobato a la puerta de su casa, en calle Doctrina, esquina Lienzos. Viste bata azul de trabajo, su inseparable gorra y en su rostro, como siempre, una amable sonrisa. En sus manos, con las que ha trabajado paciente y artesanalmente muchas horas en el torno, sostiene un bote de pintura y una brocha. “Aquí dejando esta puerta un poco curiosa”, dice. Ángel Lobato es de esas personas conocidas en Rioseco y queridas. Inquieto, activo y a pesar de su edad, que no esconde, tan vital como cualquiera de sus nietos. Una de ellas ya le ha hecho bisabuelo… todo un orgullo.

Nos invita a pasar a su guarida, a su particular santuario donde no mata el tiempo, lo exprime. Allí, entre cientos de herramientas se entretiene en su hobbie. Muchas horas de trabajo, salpicadas de vez en cuando con una merienda o un buen vino con los amigos. Y allí, entre un viejo banco y la cocina de verano, nos muestra orgulloso su joya: una Chevrolet de 1926. Una preciosa furgoneta “traída de la guerra de Abisinia”, que poco a poco va restaurando; consiguiendo que lo que algunos podrían considerar un puñado de chatarra, Ángel lo convierta en una pieza de museo, de nuevo en un automóvil, testigo mudo de la historia de más de ocho décadas sobre sus ruedas.

“Esta camioneta llevaba una caja de madera para transportar a 14 o 16 militares. Luego fue requisada durante la Guerra y fue a parar a Luis Rodríguez quien la compró y la usó para acarrear y traer la espiga de la labranza”, explica Ángel Lobato, quien no se resiste a enseñarnos el volante, una obra de arte. “Está realizado en madera, de varias piezas y es una maravilla”.

El vehículo es verde. Su cabina sencilla, con el depósito para el combustible debajo del asiento. Aún conserva la vieja matrícula VA 2667. Y lo mejor de todo es que todavía arranca. Con la energía de un adolescente y con la contundencia de un mecánico Lobato introduce la manivela y se obra el milagro. Ochenta y cinco años después el motor cumple con su función. “Mi trabajo me ha costado”, asegura Ángel. “Me ha tocado cambiar muchas piezas y otras hacerlas nuevas”, y todo ello con sus propias manos, las mismas que ahora terminan cuidadosamente de pintar la puerta de madera.

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