La riosecana querida del Rey

Cuentan que el rey Felipe II, al que se le atribuyen una larga lista de amoríos, mantenía relaciones clandestinas con una joven en el convento de Santa Clara

Por Ángel Gallego Rubio

Fue el leonés Jesús Torbado quien escribió que “Rioseco tiene tanta historia que toda ella se ha convertido ya en leyenda”. Lo hizo en su libro Tierra mal bautizada, en el que relata su viaje durante el verano de 1966 por más de un centenar de localidades de Tierra de Campos. Es también en ese libro donde recoge la leyenda que hoy nos ocupa. Pero dejemos que sea el propio cicerone de Torbado -que no quería ver su nombre en el libro, aunque el escritor hizo caso omiso- el que la cuente mientras contemplaban las vistas riosecanas desde lo alto del parque del Castillo:

«- Rioseco fue un pueblo muy importante, sí, hombre -Félix se ríe-. A ese convento de ahí abajo solía venir Felipe II a traer regalos. Tienen muchos cuadros las monjas. El rey venía a visitar a una joven que ellas tenían en custodia. La tornera me dijo una vez que en unos papeles pone que la joven era muy buena y muy guapa…»

Así que, según la leyenda, Felipe II se veía, presuntamente, con una amante en un convento de monjas de Rioseco. ¿El Carmen o Santa Clara? Ambos se divisaban desde el Castillo, pero teniendo en cuenta que el convento carmelita de San José data su fundación en 1598, mismo año de la muerte de Felipe II, nos queda como única opción que fuera en Santa Clara donde se produjeran aquellos clandestinos encuentros eróticos, en los que pudiera hacer las funciones de alcahuete el propio Almirante Luis II, cuyos antepasados había fundado el convento y que incluso llegó a acompañar a Felipe II a Inglaterra como testigo de su segundo matrimonio en 1554.

La imaginación popular adornaba el relato contando cómo el rey solía distraerse durante alguna de las cacerías de las que disfrutaba en los montes Torozos para efectuar escapadas furtivas al cenobio riosecano y poder así gozar de otra de sus aficiones favoritas: el retozo con el sexo opuesto.

Dicen que Felipe II, a pesar de su conocida religiosidad, pecaba de gula y, sobre todo, de lujuria, siendo incontinente con las mujeres y gustando de usar habitualmente una masculinidad con la que, al parecer, la naturaleza le había dotado generosamente. Casó y enviudó cuatro veces: con su prima María Manuela de Portugal; con su tía María Tudor, la cruel reina de Inglaterra apodada Bloody Mary, a la que abandonaría; con la princesa francesa Isabel de Valois, a quien desposó siendo una niña; y finalmente con su propia sobrina, la archiduquesa Anna de Austria, nacida en Cigales.

De Jeromín a Juan de Austria. Oleo de M. Galván. Museo de la Colegiata. Villagarcía de Campos

A estos cuatro matrimonios hay que añadir una profusa relación de amantes -unas reconocidas y otras posiblemente fruto de las habladurías- entre las que destacan Isabel de Osorio (para la que construyó el burgalés palacio de Saldañuela), Elena Zapata (también obsequiada con un palacio madrileño poseedor de una curiosa leyenda con asesinatos y fantasmas incluidos), Catalina Lainez, Eufrasia de Guzman, las inglesas Catalina Leney y Magdalena Dacre, la vizcondesa de Montague, la tuerta princesa de Éboli e incluso se dice que mantuvo amores con su cuñada, la reina Isabel de Inglaterra. Todas ellas damas de la nobleza, aunque no hizo ascos el rey a otras clases sociales, atribuyéndosele además relaciones con una panadera durante su estancia en las islas británicas.

Tal vez en esta amplia lista de amantes habría que añadir, si supiéramos su nombre, a la misteriosa dama recluida en Santa Clara y a la que supuestamente vino a ver también el 28 de septiembre de 1559, después de su encuentro junto al Monasterio de La Santa Espina con un niño que vivía en Villagarcía con los Quijada y a quien llamaban Jeromín. Un niño al que reconoció ese día como hermano suyo y le asignó el nombre con el que pasaría a la historia de España al vencer a los turcos en Lepanto: don Juan de Austria.

Esa es la única vez que sabemos a ciencia a cierta que Felipe II estuvo cerca de Rioseco, pues ningún testimonio existe de los supuestos encuentros amorosos entre las rejas conventuales. Ni se conocen los papeles a los que aludía la tornera. Ni documento alguno que atestigüe la presencia del rey en nuestra Ciudad. Ni constancia de regalos reales conocidos entre el amplio patrimonio artístico que atesora el convento de Santa Clara.

Un convento fundado por un grupo de mujeres que en 1491 adoptaron la regla franciscana. Bajo la protección del Almirante Fadrique II y su esposa Ana de Cabrera el nuevo monasterio tomó la advocación de la Concepción y, en 1492, le fue entregada la sinagoga y casas -en la actual calle Cantareros- requisadas a los judíos expulsados. Posteriormente se estableció en la ermita de San Sebastián y, a principios del siglo XVI, en el emplazamiento actual, unas viviendas de tintoreros. Lugar extramuros que se vio muy afectado por el asedio a Rioseco durante la guerra de las Comunidades en 1520. La recuperación fue rápida gracias al rendimiento de sus posesiones y al apoyo de los Enríquez, así se construyó un nuevo convento y en 1618 se inauguró la iglesia. En 1808 las clarisas sufrieron el desastre de la batalla del Moclín, con ultrajes personales y el saqueo de las dependencias, convertidas en cuartel y hospital militar. Más tarde padecieron la desamortización viendo menguados sus bienes, pero sin desaparecer a pesar de los muchos avatares sufridos. Hasta hoy, cuando las escasas religiosas que quedan mantienen su labor contemplativa empeñadas en vivir en este rincón de Tierra de Campos. Aunque Torbado dijera que esta tierra nuestra era “un lugar para morir”.

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