Cuando el cura pegó al alcalde en plena Calle Mayor


Teresa Casquete Rodríguez. Licenciada en Historia del Arte.

Francisco Pinto era uno del medio centenar de curas que por el año 1630 tenía Rioseco. Pero no uno cualquiera. Francisco era hijo de Gaspar Pinto y Beatriz García y formaba parte de una linajuda familia de mercaderes, enriquecidos con el trato de las lanas, llegados al municipio desde Burgos a principios del siglo XV. Era uno de los beneficiados de la parroquia de Santa María, vivía en la calle Mediana y tenía por entonces 38 años. Pero Francisco, sobre todo, era un cura de armas tomar.

En aquel momento ocupaba el cargo de alcalde ordinario de la por poco tiempo villa, Jerónimo de Aguilar, también miembro de otra conocida y adinerada familia de mercaderes riosecanos. Eran éstos Aguilares, procedentes de la vecina Aguilar de Campos, desde donde se habían trasladado a Medina de Rioseco al mismo tiempo que los Pinto. Jerónimo, tenía 60 años de edad y su familia era considerada la mano derecha de los Almirantes. Como vimos en artículos anteriores, ocuparon de continuo puestos de responsabilidad en la administración local, en la personal del duque de Medina de Rioseco, y en las mayordomías de parroquias y cofradías penitenciales. Un hijo de este Jerónimo de Aguilar, del mismo nombre, fue el famoso donante y sostenedor del convento carmelitano.

cura
El cruce de la calle Santa María con la Calle Mayor, aquí tuvo lugar en “choque institucional”.

Por razones que nos son desconocidas, en aquel año de 1630 Jerónimo de Aguilar había mandado detener a uno de los curas de Santa María. Pocos días más tarde, Francisco Pinto se hallaba confesando a unas mujeres en dicho templo, cuando otro de los curas de la parroquia llegó sin aliento, corriendo desde la vecina Calle Mayor, para avisarle de que en esos momentos el alcalde se hallaba conversando en un corrillo con otros munícipes. Dicho sacerdote, no había podido contener su enfado por la detención de su compañero y les había lanzado a voz en grito la amenaza de “un castigo de Dios por haber arrestado a un cura”. Al escuchar esto, al cura Pinto le sobrevino un arrebato de furia y, dejando a las confesantes con la palabra en la boca, salió disparado hacia la confluencia de La Rúa con la calle Santa María, donde se encontraba el corro de munícipes.

Se llegó “con mucha descompostura” al grupo de mandatarios locales y “agarrándole (al alcalde) por los botones de la ropilla” (prenda que se llevaba sobre la camisa, en el siglo XVII) y “dándole empellones y desestimación y menosprecio del oficio de justicia que ejerce” no dudó en calificarle como “perro moro judío” al tiempo que le amenazaba con peligrar su vida por “los excesos que hacía”. Los testigos fueron muchos y algunos intervinieron en la riña, intentando separar al sacerdote del alcalde, que a decir de algunos salió “vivo de milagro” por haber sido “maltratado con gran violencia”.

Los ánimos se calmaron y separados los contrincantes se dio por acabado el enfrentamiento, regresando cada uno a sus quehaceres. La paz sólo fue en realidad un descanso, porque unas semanas más tarde vendría el “segundo asalto”.

Como decimos, días más tarde, el padre Francisco Pinto presidía al mediodía una procesión de rogativa por el mal tiempo que venía padeciendo Rioseco. Apenas se había iniciado el acto religioso cuando apareció el alcalde Aguilar, junto a sus compañeros de gobierno local, reclamando su derecho a participar en dicha procesión en un lugar de honor, como autoridades que eran. Aquello ya fue la gota que desbordó el vaso, y el cura Pinto, erigiéndose en cabecilla instó a los fieles que asistía al evento a que atacaran en tropel a los regidores, lo que dio lugar a una auténtica batalla campal.

Aquello fue un todos contra todos. Cuán riña de película del oeste, empezaron a volar bastones de mando, casullas, andas y capas pluviales. La imagen del crucificado que momentos antes estaba a hombros de los riosecanos, acabó por ser testigo de la “meleé” desde el suelo. Algunos de los presentes aseguraron que los participantes usaron en el encuentro “armas defensivas y ofensivas” contra el alcalde y sus compañeros. Otros estaban escandalizados por “haber amotinado a la dicha villa contra sus gobernantes”. El mismo Jerónimo de Aguilar, relató como el cura llegó a darle a sus “partes muchos golpes y empellones, haciendo malos tratamientos, desestimándolos y ultrajándolos y quebrando las varas de justicia”. Francisco Pinto, a decir de algunos, volvió a ultrajar a Jerónimo de Aguilar y a sus compañeros llamándolos “judíos perros” y amenazándoles de muerte e “insultándoles con otras palabras sumamente injuriosas y afrentosas […] formando un motín y escándalo”.

El caso se remitió a la ciudad de Palencia (obispado al que pertenecía Rioseco), haciéndose cargo de él el Tribunal de la Inquisición, del que el licenciado Francisco Pinto era ministro comisario. Al sacerdote riosecano se le confiscaron los bienes y se le confinó en la prisión de la institución religiosa hasta resolverse el caso. Tratándose de un “colega” lógicamente, el Santo Oficio sentenció el proceso a favor del cura Pinto, que tan sólo recibió un pequeño toque por su colérico comportamiento.

De la curiosa anécdota y del proceso tenemos noticias gracias al voluminoso expediente que se guarda en el Archivo Histórico Nacional. Documentación que finaliza con una nueva denuncia del alcalde Aguilar, en la que se quejaba de que el sacerdote Francisco Pinto, viéndose libre de cargos y ufano por la victoria moral sobre el regidor, se paseaba “licenciosamente y descubierto, por esta ciudad y por emulación se pone muchas veces en la calle de enfrente de las casas donde posan los ministros de la dicha villa”.

Ninguno de los dos, ni cura ni alcalde, imaginarían que unos siglos después, Aguilares y Pintos, acabarían por unirse, formando parte de una misma familia y siendo los tatarabuelos de un bueno número de riosecanos del siglo XXI.

share on: