Antonio Ponz, un turista del siglo XVIII en Rioseco


Teresa Casquete Rodríguez. Historiadora del Arte

En la segunda mitad del 1700, el abate Ponz (como se le conocía entonces), recibía de Campomanes el encargo de realizar un viaje a Andalucía para hacer estudio y recopilación de todas las obras artísticas dejadas por los jesuitas, tras su expulsión de España. Esta obra más tarde se amplió y fue publicada con el largo título Viage de España, o Cartas en que se da noticia de las cosas mas apreciables y dignas de saberse, que hay en ella. Antonio Ponz era entonces un reputado estudioso del arte que acabó siendo miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y sus escritos, constituyen hoy una fuente imprescindible para todos los investigadores de la Historia del Arte.

En el tomo XII de su obra, relata Antonio Ponz su visita a Medina de Rioseco, haciendo un recorrido por monumentos, geografía y la sociedad que la poblaba. Todo ello nos da una visión muy acertada de lo que era nuestra ciudad hace 250 años. Por aquel entonces poseía Rioseco 1.400 vecinos, es decir, 7.000 habitantes, casi la mitad de los que llegó a tener dos siglos antes (unos 14.000) y casi el doble de los que posee hoy (4.967). Un declive económico y una sangría poblacional que esperemos algún día alguien sepa detener e invertir la tendencia de las cifras.

Antonio Ponz inicia su recorrido turístico por la iglesia de Santa María, describiendo con detenimiento su retablo mayor y la capilla de los Benavente. Y con más prisa, los dos retablos laterales y la custodia de Arfe. Desde allí se desplaza al templo de Santa Cruz, cuya portada describe como “de las mejores que yo he visto en España”. Tanto le cautivó que no dudó en incluir un grabado de la misma en el capítulo dedicado a Rioseco y que es el que reproducimos hoy en el artículo. “Lástima grande es que en ella sean tan pésimos los retablos, y otros ornatos”, dice al referirse al interior de la iglesia.

El comentario despreciativo era lógico en un hombre con una mentalidad neoclásica como la suya, para la que los estilos barroco y rococó, eran considerados aberraciones estéticas. En este misma parroquia llegó a ver Ponz, colgados de las paredes de la sacristía varios lienzos de gran valor: un cuadro de pequeño tamaño de los “Desposorios de Santa Catalina” y otros dos con temas de la Virgen María y la Magdalena, todos ellos obra de Murillo. ¿Dónde están hoy esas obras? ¿Qué fue de tan magníficos lienzos? ¡Cuánto daríamos por que formaran parte de la colección expuesta en San Francisco!

No dedica palabras más halagadoras a los retablos de Santiago, ni a las esculturas de la fachada, a las que califica de “poco mérito”. Y tampoco fueron de su gusto los del convento de San Francisco, a los que describe como “monstruosos”. Tan sólo se salvan, en este inflexible juicio estético, los barros de Juan de Juni y la Virgen de la Expectación, de Salvador Carmona. También en el claustro de San Francisco, contempló Antonio Ponz otros lienzos en paradero desconocido actualmente: dos retratos del Almirante Don Fadrique Enríquez y su mujer y una colección de óleos sobre la vida de San Francisco de Asís, de Felipe Gil de Mena.

Su visita alcanzó al convento de Santo Domingo, destacando en su relato las pinturas de Leyva y de Gil de Mena que estaban en el claustro. De ellas dice que “son de mérito, pero se los dieron a retocar años pasados a un soldado extranjero, que lo hizo pérfidamente, de modo, que si yo fuese de la Comunidad, los quemaría antes que quedase memoria de semejante desacierto”. Nada se sabe tampoco de su localización actual, quizá los dominicos siguieron los consejos de Ponz.

Los pasos de Semana Santa no eran del gusto de Ponz.
El tour siguió por la iglesia de los Carmelitas Descalzos, de la que alabó su retablo y la Virgen del Carmen que lo presidía, hoy en la capilla del abandonado -y cada vez en peor estado-, convento de San José. Sin embargo al llegar a la ermita de la Soledad -que tampoco existe hoy y que se elevaba entre Santa María y la capilla de los Pasos Grandes- a Antonio Ponz no le satisfizo demasiado lo que vio. “No son los pasos de Semana Santa, que se guardan en la ermita de la Soledad como me los habían alabado, ni de Gregorio Fernández, antes son obras muy triviales. Mejores de mucho son, y acaso de dicho artífice las imágenes de Cristo que salen de la parroquia de Santa Cruz y de una ermita del mismo título (la Vera Cruz). Se refería a los pasos que hoy desfilan en la tarde del Viernes Santo y cuyo diseño (especialmente los conocidos popularmente como pasos pequeños), ha variado mucho en estos dos siglos y medio.
La descripción de Medina de Rioseco, acaba con una referencia a esa decadencia económica de la que ya hicimos mención, aunque reconociendo que la actividad empresarial aún continuaba siendo importante gracias a las fábricas de géneros de lana y pasamanería de este material y de seda. A este gremio se unía entonces el de los mercaderes, que aún conservaba cierto prestigio y se encargaba de exportar estos productos a Galicia. Ello dio lugar a que a su vez, muchos mercaderes gallegos vinieran a afincarse a Rioseco en ese siglo.
Finaliza Antonio Ponz, su interesante descripción de Medina de Rioseco con una breve alusión a su historia y a su fortaleza, asegurando que todavía quedaban vivos ciudadanos que la habían conocido sin faltarle una piedra y armada con 8 piezas de artillería. También con un paseo por sus alrededores, en el que habla del río, los arroyos, el entorno natural, los plantíos, las obras sin terminar del Canal de Castilla, sobre las que los riosecanos de entonces aseguraban que no se acabarían “por los menos hasta dentro de cien años” y expresa su protesta por el arranque sin sentido que hacen los agricultores de los árboles frutales, apoyando que este acto debería considerarse delito y castigado como tal. Dentro de esa dañina costumbre del aborrecimiento a los árboles, enmarca como fin de su relato, una curiosa anécdota. En ella hace alusión a un anónimo riosecano que visitó Burdeos (Francia) y allí vio como la delimitación de las tierras se hacía, no con piedras, sino sembrando bellotas “que a la vuelta de 4 o 5 años daban su fruto con árboles jóvenes de los que se podía aprovechar para leña”. Nuestro innovador paisano quiso a su regreso, ponerlo en práctica en sus tierras, pero a los pocos días de haber sembrado dichas bellotas se encontró con la sorpresa de que todas ellas habían sido desenterradas.

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